FLORENCIO MAÍLLO
agosto de 2010
La revista The National Geographic Magazine en agosto de 1924 publicó su volumen XLVI[1], en el cual se dedicaba un especial protagonismo a la Villa de Mogarraz. Para valorar en su justa medida la relevancia del asunto, debemos tener presente la calidad excepcional y la gran proyección internacional de esta publicación mensual norteamericana.
agosto de 2010
[RV] Maíllo Cascón, Florencio: “Mogarraz en la National Geographic”, págs. 38-42, La Peña de Mogarraz. XXXIV aniversario. Nº 6, agosto 2010. 88 págs. D.L: AS: 3572-2005 págs. 53-54.
La revista The National Geographic Magazine en agosto de 1924 publicó su volumen XLVI[1], en el cual se dedicaba un especial protagonismo a la Villa de Mogarraz. Para valorar en su justa medida la relevancia del asunto, debemos tener presente la calidad excepcional y la gran proyección internacional de esta publicación mensual norteamericana.
Portada de la revista: The National Geographic Magazine, volumen XLVI, Nº 2, Washington 1924.
La National Geographic Society fue fundada en Washington en octubre de 1888, presentando ese mismo año la primera edición de la revista. Esta admirable publicación es universalmente conocida por la excelencia, singularidad y hermosura de sus fotografías. En este sentido, desde sus inicios, la dirección de la misma apostó por la fotografía como elemento esencial de comunicación, confiriéndole un gran protagonismo, y lo hizo no escatimando recursos sino contratando a los más prestigiosos fotógrafos profesionales del mundo y utilizando las más avanzadas tecnologías de tratamiento de la imagen de cada momento. Esto explica que National Geographic fuese la primera revista de calado internacional que imprimió sus reportajes fotográficos en color.
Muy recientemente, en 2006, como refrendo a su extraordinario recorrido, la National Geographic Society recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. El jurado argumentó el galardón con estas palabras: por su contribución a la preservación del patrimonio histórico, antropológico y cultural del planeta. La Sociedad, que edita entre otras la revista “National Geographic”, es una de las organizaciones científicas y educativas sin fines de lucro más grande del mundo [2].
En la portada de la revista de agosto de 1924 se recoge el glosario de los artículos e imágenes que en ella podemos consultar: Discovering the Oldest Statues in the World; Adventurous Sons of Cadiz; Moorish Spain, 26 Autochromes Lumière; y, finalmente, From Granada to Gibraltar, a Tour of Southern Spain.
La curiosidad nos invade tras observar que cuatro de las 26 fotografías en color del reportaje destinado a la España Árabe, Moorish Spain, 26 Autochromes Lumière (Gervais Courtellemont), pertenecen a Mogarraz. Del resto de las imágenes destaca un paisaje de Miranda del Castañar que muestra el magnífico conjunto urbano entorno al imponente castillo, situando en el horizonte el perfil de la Peña de Francia. Asimismo, cabe señalar otra instantánea que desnuda el interior umbrío de una vieja estancia de La Alberca, donde sus inquilinos cohabitan junto a grandes piezas de tocino de la matanza que se descuelgan del techo. Completan las láminas dedicadas a la provincia de Salamanca dos estampas con personajes vestidos de charros junto a la Catedral gótica. Sin duda, el protagonismo de este reportaje fotográfico pertenece a Mogarraz, exhibiendo toda su grandeza patrimonial, que es mostrada intercalada a representaciones de la Alhambra de Granada y de patios sevillanos y cordobeses. Esta razonable hermandad entre iconos mundialmente conocidos de la cultura musulmana y escenas de la Sierra de Francia, proyectan con claridad la intención del autor por constatar la significativa huella árabe que pervive en nuestra comarca.
En National Geographic es habitual que los artículos se desarrollen tras la ilustración de una detallada cartografía de las regiones que visitan sus reporteros. Concretamente, en el número que estamos comentando, en una de sus primeras páginas el mapa de España recoge la ubicación de Mogarraz dentro de un particular itinerario de la otredad peninsular enfocado a Andalucía. Lo exótico es el argumento que aglutina el discurso iconográfico, las reminiscencias árabes son una evidencia proyectada en cada detalle plasmado. Con el despliegue del reportaje se sobreentiende que ese “otro” existe en función del fuerte contraste con la posición hegemónica del demandante occidental. El concepto de Orientalismo emerge aquí ligado a la definición de Edward Said: …un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es sólo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de lo Otro[3]. No debemos olvidar el interés que a lo largo del siglo XIX suscitó el territorio peninsular para aquellos viajeros que buscaban reminiscencias culturales claramente diferenciadas de las que dominaban Centroeuropa.
Un fotógrafo viajero. Jules Gervais-Courtellemont
En 1907, una época en que las páginas de la revista The National Geographic Magazine eran todavía en blanco y negro, Jules Gervais-Courtellemont fue uno de los primeros fotógrafos en utilizar la película en color Autochrome para plasmar sus instantáneas. En las veinticuatro ediciones publicadas entre 1924 y 1931, Jules colaboró con la National Geographic a través de una aportación de más de 5.000 autocromos. Esta colaboración se inicia con las imágenes que años atrás, alrededor de 1918, tomó en Mogarraz. Un antiguo editor refiriéndose a él decía: Le asignábamos una misión y pagábamos sus gastos, y él entendía lo que queríamos. Lo que queríamos era color[4].
En la página XII del reportaje de autochromes son confrontadas dos imágenes con un paralelismo evidente. La primera refleja un patio de Sevilla repleto de vecinos, donde como era costumbre se desenvolvían las relaciones humanas del barrio. La segunda, la Calle de la Fuente de la Pila de Mogarraz atestada de mogarreños, se acompaña de una reseña que dice: Where narrow streets are family living rooms and playgrounds, es decir, Cuando las estrechas calles se convierten en salas de estar y lugares de diversión, y que concluye así: Las calles de Mogarraz, como aquellas de muchos pequeños pueblos españoles son angostas, sinuosas y están pobremente empedradas. De esta manera el autor establece una evidente referencia al modo urbanístico musulmán, presente desde sus orígenes en la construcción tradicional de la Sierra de Francia. Entre el hervidero de gente que llena la calle aparece, justo en el centro de la composición, una figura emblemática vestida de rojo, “La Pita”. Aún hoy, los más ancianos de Mogarraz recuerdan a esta peculiar mujer que ejercía de odalisca en los festines de las bodegas de la localidad, fumaba puros y bebía como cualquier hombre, estimulando con su presencia tanto a solteros como a casados.
Calle de la Fuente de la Pila, Mogarraz, en torno a 1918. En esta fotografía destaca la presencia de “calderines” en los balcones, usados para tender la ropa. En la parte izquierda de la calle se encuentra la zapatería de Juan Bello Rodríguez “Tío Sordo Zapatero”, y en la derecha puede apreciarse el caño de agua que la recorría.
“La Pita” compartía espacio como inquilina junto a otras tres familias en el inmueble que a la postre se convertiría en el bar de Francisco Rodríguez Rodríguez “Charrusco”, propiedad, en la fecha a la que nos referimos, de Juan Manuel Herrera Cascón, quién también poseía una pensión en la vivienda colindante, que puede apreciarse al fondo en la parte más lejana de la imagen. En aquella época era muy común que las casas se compartieran entre varias familias. Mogarraz, como el resto de los pueblos de la Sierra de Francia, estuvo superpoblado para la precaria economía de subsistencia de que dependía. En la década que comienza en 1910, Mogarraz alcanzó la cifra de población más alta de su historia, 1.110 habitantes.
Vecinos de Mogarraz con los atuendos festivos posando en la Plaza del Solano, en torno a 1918. Los niños son Nicanor Hernández Bello y Francisca Cascón Criado. En la imagen puede observarse la baranda de subida a la torre de la iglesia, destruida poco después.
Han transcurrido casi cien años desde que Jules Gervais-Courtellemont realizó las imágenes que gracias a National Geographic hoy podemos disfrutar. Sin embargo esa distancia temporal tan prolongada ha tomado parte en nuestra contra, impidiendo que podamos documentar con precisión las mismas, puesto que aquellas personas que conocieron la realidad representada ya no están entre nosotros. Al mencionar a “La Pita”, simplemente lo hacemos con la intención de constatar que aún se mantiene viva la memoria de nuestros mayores, una memoria que con el transcurso del tiempo tiene desgraciadamente menos presencia. De ahí la gran importancia que para la pervivencia de la fotografía como documento tiene, no solamente la conservación física de la propia imagen, sino, y esencialmente, el acompañamiento textual que definitivamente la fija a su tiempo evitando el desconocimiento de lo que en ellas se encuentra depositado.
Una lectura denotada de los autochromes formalizados por Jules clarifica la pérdida de identidad llevada a cabo tras el siglo transcurrido. Ello nos debe hacer reflexionar sobre las formas de vida y su evolución, primordialmente para destapar, desde el punto de vista patrimonial, tanta simulación y falsificación a la vez que olvido imperantes en nuestra sociedad actual. En el caso que nos ocupa, la fotografía en color como documento social, la información que reporta es sustancialmente más relevante que la tradicional fotografía en blanco y negro, ya que su mayor iconicidad es portadora de información suplementaria.
En líneas preferentes nos hemos referido reiteradamente al autochrome sin explicar la verdadera trascendencia de esta singular técnica fotográfica. Los investigadores de la fotografía, desde sus orígenes y paralelamente al desarrollo de la considerada imperfecta fotografía monocromática, estimularon la posibilidad de concretar la forma de fijar la realidad cromática mediante algún tipo de procedimiento foto-químico. Los primeros experimentos con resultados permanentes se remontan a 1861, año en el que el físico escocés James Clerk Maxwell demostró mediante una técnica no comercializable la posibilidad de capturar el color de los objetos utilizando tres filtros aditivos. Aquella primera fotografía que hoy puede contemplarse en la Universidad de Cambridge, llamada “Tartan Ribbon”, queda muy lejos de lo que conocemos como fotografía en color moderna, distribuida para aficionados a partir de 1935 por la empresa Kodak con la denominación de Kodachrome, siguiéndole posteriormente Agfacolor en 1936, Kodacolor en 1942 y finalmente la película instantánea Polaroid en 1963, antes de la aplastante irrupción de la fotografía digital a mediados de los años 80.
Pero en esta vertiginosa carrera emprendida por la fotografía no ha de pasar por alto la primera película en color, patentada el 17 de diciembre de 1903 y comercializada con éxito en 1907, denominada autochrome, que se convertiría en el único procedimiento multicromático en el mercado hasta la aparición de Kodachrome en 1935. Se trataba de un ingenioso hallazgo de los inventores del proyector cinematográfico, los hermanos Auguste y Louis Lumière, producido a base de minúsculos granos de fécula de patata sobre placas de cristal. Este método, extraordinariamente costoso, precisaba de largos tiempos de exposición, lo cual permitió la fijación de curiosos documentos fotográficos a lo largo del primer tercio del siglo pasado.
El éxito del autochrome fue inmediato y rotundo pese a las limitaciones propias de su tecnología y uso. Las placas de este antecesor de la fotografía en color moderna obtienen positivos directos observables por transmisión, del mismo modo que las populares diapositivas. El efecto resultante de los colores capturados no refleja con precisión la realidad, ya que realiza una interpretación a base de tonos pastel que ubica a estas imágenes a medio camino entre la fotografía en color y la pintura, confiriéndole un valor estético inconfundible.
La construcción de un mito
Para llegar a comprender la predilección de Jules Gervais-Courtellemont por nuestra comarca, a la que otorgó un lugar privilegiado en su particular itinerario de la otredad peninsular, echemos un ligero vistazo atrás con el fin de localizar mediante unos pequeños retazos la construcción mitológica del lugar y, por extensión, la inusitada fascinación para los viajeros. Regresemos pues al escenario, situémonos en la Sierra de Francia y, en concreto, en el Mogarraz de comienzos del siglo pasado. Sin lugar a dudas se trataba de un lugar geográfico verdaderamente singular y de un escenario atractivo para el mundo de la antropología, debido especialmente a su vecindad con el mítico valle de Las Batuecas y con la comarca cacereña de Las Hurdes. Esto conllevó el que afamados escritores, fotógrafos y artistas lo visitaran a posteriori, aportando valiosos documentos para la historia, que contribuyeron a asentar una poderosa resonancia de una región por descubrir. Es en este sentido en el que se expresaba, en el siglo XIX, Antonio Ponz al señalar: El territorio de Batuecas, situado en los confines de Castilla la Vieja y Extremadura, cerca de Portugal, ha ejercitado la fantasía y curiosidad de muchos acerca de su descubrimiento y sobre si era un país incógnito, sin noticia de nuestra religión[5].
No obstante la atracción por estas apartadas serranías como escenario vinculado con lo fantástico arranca mucho tiempo atrás. Quizás el difusor pionero de este entorno, creador en cierta medida de esa mitología, fue Félix Lope de Vega y Carpio, quién con su obra Las Batuecas del Duque de Alba[6] medita sobre la posibilidad de la existencia de otros mundos aún sin integrar. En esta misma cronología de la secuencia teatral de la divulgación del mito de Las Batuecas se hallan los escritores Juan Matos Fragoso[7] y Juan Claudio de la Hoz Mota[8], y en el caso de la Peña de Francia cabe destaca a Tirso de Molina con su obra teatral La Peña de Francia[9]. Entre esos otros autores que desde el punto de vista romántico se van a interesar en el siglo XIX por la comarca tenemos a J. Arias Girón, con su obra El valle de las Batuecas y a Juan Eugenio Hartzenbusch, con Las Batuecas.
Estos escritores citados, entre todos aquellos que también visitaron la comarca de Sierra de Francia, contribuyeron a proyectar una excepcional atención hacia este territorio, definido por una impronta cultural única. Atracción que se va a mantener viva en tiempos más recientes. Más próximo a nuestro tiempo, el hispanista galo Maurice Legendre, director del Instituto Francés de Madrid, es quién anima a muchos franceses a interesarse por la historia y cultura de la comarca, tras conocerla con motivo de una corta estancia en el santuario de la Peña de Francia en 1909. En 1914 Maurice Legendre invita y acompaña a su amigo Miguel de Unamuno a un viaje por estos parajes, y en abril de 1922 hace lo propio acompañando al doctor Gregorio Marañón para preparar la visita de Alfonso XIII a La Alberca y a Las Hurdes en junio de ese mismo año. Por otro lado, Juan Cabré y el Abate Henri Breuil[10], comenzaron el estudio de las pinturas esquemáticas de la península ibérica en 1910 a raíz de la inspección del Canchal de las Cabras Pintadas de Las Batuecas, declaradas con posterioridad Bien de Interés Cultural por Decreto de abril de 1924.
En este contexto visitan la Sierra de Francia prestigiosos fotógrafos cuya obra ha transcendido más allá de nuestras fronteras. Recordemos, simplemente, a Ruth Matilda Anderson o Kart Hielscher, ya que sus fotografías se encuentran archivadas en la Hispanic Society of America de Nueva York. Tampoco debemos olvidar al cineasta Luis Buñuel con su polémico documental Las Hurdes, tierra sin pan, de 1932, que ideó tras leer el estudio sobre la región realizado por Maurice Legendre.
No conocemos con precisión cuál fue la referencia, la conexión o el contacto que atrae a Courtellemont a la Sierra de Francia, pero sí podemos intuirlo conociendo su biografía. Jules Gervais-Courtellemont was born in the province of Seine-et-Marne, near Paris, but grew up in Algeria.Gervais-Courtellemont (1863-1931) nace en la provincia de Seine-et-Marne, cercana a París, pero vive toda su juventud en Argelia, donde Courtellemont had a passion for the Orient and his autochromes cover his journeys to Turkey, Egypt, Tunisia, Spain, India, Morocco and China.desarrolla una gran pasión por lo oriental gracias a sus primeras vivencias con el mundo árabe. En 1894 se convierte al Islam, justo antes de hacer su obligada peregrinación a la Meca. Estas culturas exóticas, tan sugerentes para la hegemónica cultura centroeuropea de mediados de siglo XIX, van a erigirse en el tema preferente de las fotografías de nuestro protagonista, convirtiéndose en un extraordinario intermediario cultural entre oriente y occidente. Del mismo modo su amistad de juventud con el novelista, orientalista y fotógrafo Pierre Loti también influirán en su itinerario profesional.
Pero Jules Gervais-Courtellemont no es solamente un fotógrafo viajero, es sobre todo un personaje ilustrado que ejerce como profesor y editor de multitud de publicaciones con sus propias instantáneas. En sus autochromes va a registrar su erudita mirada de la otredad a modo de diario de viajes por España, el norte de África, los Balcanes, Oriente Medio,In 1911, Courtellemont opened the "Palais de l'autochromie" in Paris, which comprised an exhibition hall, studio, laboratory, and lecture hall with a seating capacity of 250. e incluso India, Japón y China.
Parte del legado de Jules Gervais-Courtellemont relativo a los autochrome se encuentra almacenado en el National Geographic Museum de Washington y en la Cinemateca Robert-Lynen, Mairie de París. Esta última colección fue adquirida en 1932 y está compuesta por 3.250 placas, pero las labores de inventariado e investigación de tan delicado material no comienzan hasta 1992. Se desconoce cuántas fotografías realizó Jules en su viaje a la Sierra de Francia, ni cuál es el estado de conservación de las mismas, ni tan siquiera cuántas se guardan en los diferentes archivos en los que se diseminada su extensa producción. He aquí, por tanto, un interesante argumento de investigación que queda apuntado para quien desee profundizar en el mismo.
[1] GERVAIS-COURTELLEMONT, Jules. “Moorish Spain”, en The National Geographic Magazine, volumen XLVI, Nº 2, Washington, 1924, pp. 163-178.
[2] El Mundo, 10 de mayo de 2006, p. 12.
[3] SAID, Edward. W. Orientalismo, Barcelona, Random House Mondadori, [1978] 2003. pp. 19-20.
[4] DE PASTRE, B., y DEVOS, E. (eds.), Les couleurs du voyage. L'oeuvre photographique de Jules Gervais-Courtellemont, 2002.
[5] PONZ, Antonio. Viaje de España: t. VII. Madrid, Atlas, 1972. Facs de: Madrid, Imp. Joaquín Ibarra, 1784. Citado por RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Fernando. De las Batuecas a las Hurdes fragmentos para una historia mítica de Extremadura. Mérida. Editora Regional de Extremadura. 1999. Pg. 194.
[6] Esta pieza teatral fue publicada por primera vez en la “Parte 23” (póstuma) de las Comedias, en 1638, pudiendo encontrarse algunas referencias a los avatares de esta edición en las “Observaciones preliminares” que al tomo XI de Crónicas y leyendas dramáticas de España (pp. XXXIV-CLI) hizo D. Marcelino Menéndez Pelayo. Citado por RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Fernando. 1990, op. cit., p. 33.
[7] Juan Matos Fragoso. El Nuevo Mundo de Castilla. Citado por RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Fernando. El gran libro de Las Batuecas. Editorial Tecnos, Madrid, 1990, p. 115.
[8] Juan Claudio de la Hoz Mota. El descubrimiento de Las Batuecas del Duque de Alba o el Nuevo Mundo de Castilla. Citado por RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Fernando. 1990, op. cit., p. 149.
[9] Obra incluida en la Cuarta Parte de las Comedias de Tirso de Molina, publicada por F. Lucas de Ávila, en Madrid, en 1635. Citado por RODRÍGUEZ DE LA FLOR, Fernando. 1999, op. cit., p. 36.
[10] Batuecas: cartas de Don Juan Cabré al Abate Henri Breuil, Revista de Estudios Extremeños, Lili, 1997, págs. 399-410. BREUIL, H. «Les peintures rupestres de la Péninsule Ibérique. IX, La vallée peinte des Batuecas (Salamanca)», L'Antfiropologie, XXIX, 1918-1919, págs. 1-27, 20 tigs. y II láminas.
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